Había pasado sólo un año desde que Ariel Acosta-Rubio, su esposa, María Alejandra Bravo, y el primo de ella, Miguel Bravo, abrieron en marzo de 1997 un negocio propio llamado Churromanía en un pequeño local de un nuevo centro comercial ubicado en la ciudad de Puerto La Cruz, Venezuela. Sentían la presión de tomar decisiones sobre el crecimiento pues ya tenían dos locales operando y ventas superiores a las que estimaron cuando decidieron convertir en realidad una "idea loca". Ofrecían un alimento elaborado en forma alargada con base en harina de trigo conocido como churro, de gran tradición y popularidad en España pero cuyo consumo era marginal en Venezuela. En uno de los largos viajes por carro que desde la apertura hacían habitualmente entre Puerto La Cruz y Caracas, Ariel y María Alejandra intercambiaban ideas sobre los próximos pasos que debían dar. Siempre habían tomado las decisiones de común acuerdo y la estrategia de expansión no debía ser la excepción. Querían definir el mejor camino a seguir, y se debatían entre replicar el éxito creciendo con tiendas propias a un cierto ritmo en toda Venezuela, o utilizar franquicias como mecanismo para un crecimiento más rápido, y hasta de internacionalización, en caso de ser aplicable para su naciente negocio de venta de churros.
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